Nunca más de doscientoveinticinco
Desde hace algunos días (quizá meses, en realidad) siento que vivo los días en tramos de dos horas. Alguna veces tres. Nunca más de tres horas y tres cuartos.
Ni siquiera cuando duermo puedo evitarlo. Me lleva mi cuerpo, o algún pequeño minutero interior que señala la partida y el final de cada trozo a recorrer.
No llevo reloj, ni pregunto por las horas, ni siquiera puedo medir con cierta exactitud los minutos; pero de alguna manera sé que voy recorriendo mi tiempo en ciclos de cientoveinte minutos, cientochenta a veces, o en todo caso nunca más de doscientosveinticinco.
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