Todos somos Ferdinand
A Ferdinand siempre le gustó salir de casa. Ya fuese un paseo al bar de enfrente o un vuelo trasatlántico hasta Alaska.
Al mismo tiempo, Ferdinand siempre tuvo la sensación de que vivía dejando un hilo por dondequiera que pasara. Un hilo que salía de él y cuyo extremo estaba en nosesabedonde.
Lo extraordinario, entonces, era que un ovillo interior iba deslizando sin pausa aquel hilo incansable, sea cual fuese el rumbo que tomase.
Por ejemplo, si salía de su casa rumbo al trabajo, podían verse cientos de hilos de anteriores días, de anteriores recorridos al trabajo. Hilos de ida y de vuelta. Hilos que bajaban por la escalera, pasaban por debajo de la puerta del portal, cruzaban la calle, bajaban al metro, se oprimían en las puertas de los vagones, se estiraban, se distendían, salían a la superficie, se enrollaban en la puerta giratoria de su trabajo, se elevaban en el ascensor y llegaban hasta su escritorio.
Y los hilos siempre allí, por dondequiera que pasara Ferdinand.
Irrompibles, maleables, desenredados, reveladores. Dejando un mapa perfecto de la estela de su dueño. Idas al aseo, paseos por el parque, visitas a la casa de sus tíos, vagabundeos casuales, itinerarios planificados.
Pero lo mejor, y quizá lo más inquietante, era la idea que tenía Ferdinand de observar al planeta desde muy arriba. Y entonces descubrir que mientras más viajaba por el mundo, éste se iba ovillando cada vez un poco más. Y una vuelta, y otra, y otra.
Hasta que el mundo fuese un ovillo,... igual al que lleva Ferdinand en su interior.
*
Al mismo tiempo, Ferdinand siempre tuvo la sensación de que vivía dejando un hilo por dondequiera que pasara. Un hilo que salía de él y cuyo extremo estaba en nosesabedonde.
Lo extraordinario, entonces, era que un ovillo interior iba deslizando sin pausa aquel hilo incansable, sea cual fuese el rumbo que tomase.
Por ejemplo, si salía de su casa rumbo al trabajo, podían verse cientos de hilos de anteriores días, de anteriores recorridos al trabajo. Hilos de ida y de vuelta. Hilos que bajaban por la escalera, pasaban por debajo de la puerta del portal, cruzaban la calle, bajaban al metro, se oprimían en las puertas de los vagones, se estiraban, se distendían, salían a la superficie, se enrollaban en la puerta giratoria de su trabajo, se elevaban en el ascensor y llegaban hasta su escritorio.
Y los hilos siempre allí, por dondequiera que pasara Ferdinand.
Irrompibles, maleables, desenredados, reveladores. Dejando un mapa perfecto de la estela de su dueño. Idas al aseo, paseos por el parque, visitas a la casa de sus tíos, vagabundeos casuales, itinerarios planificados.
Pero lo mejor, y quizá lo más inquietante, era la idea que tenía Ferdinand de observar al planeta desde muy arriba. Y entonces descubrir que mientras más viajaba por el mundo, éste se iba ovillando cada vez un poco más. Y una vuelta, y otra, y otra.
Hasta que el mundo fuese un ovillo,... igual al que lleva Ferdinand en su interior.
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14 comentarios
Patricia -
No me hagais mucho caso, que se me va la "perola" jajaja
almu -
Nuala -
por dios santo :D
guisss -
sólo he tardado 3 horas en poder entrar!! pero gané!!
almu -
would -
Gran post.
El angel azul -
Me encanta la história!
El cíclope tuerto -
Me cae mejor.
Y macho, con tu blog me tienes enviciao.
Cae lagrimita. Una.
ivan -
saravá -
Como veo que va de nudos, no sé quien dijo una vez que un nudo se deshace por el aburrimiento del propio nudo.
O algo así.
Carlos -
fujurdragonblanco -
Mmh... me juego el cuello a que piensas que sólo te leo cuando me posteas un comentario. Y no es cierto.
guis -
¿se lo preguntaste?
pregúntaselo, anda!
Nuala -