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entre 10 y 30 min

Campanilla baila el reggaeton

Campanilla baila el reggaeton

Después de la palabra fin y la moraleja, la liebre y la tortuga se miraron fijamente en presencia de todos los espectadores que aun contenían algo de la emoción recién celebrada. Sostenían las miradas el uno contra el otro. Como dos duelistas. Con la contratapa cerrada encima de ellos. Un temblor en la comisura de la tortuga fue la grieta que desató las carcajadas de ambos.
JAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJA!

Se les podía oír en estéreo mientras se inclinaban la una sobre la otra, casi muertas de risa. Eran contagiosas esas carcajadas de la liebre y la tortuga.

La liebre- (recuperándose de la risa) ¡Mierda!, casi me duermo más de la cuenta el día de hoy.

La tortuga- ¿Saliste anoche otra vez? Que bestia. Te he dicho que hoy nos tocaba a nosotros, que las noticias de campanilla son fiar.

La liebre- No pensarías lo mismo si la hubieses visto anoche bailando el reggaeton, y diciendo que a Peter ya no le van los polvos mágicos.

La tortuga- (con voz de sorpresa galopante) ¿Campanilla baila el reggaeton?

La liebre- (pasando el brazo por encima del caparazón) Te lo cuento en la comida, que hoy invito yo. Venga date prisita.

El público iba vaciando las gradas entre el murmullo alegre del trabajo bien hecho.

La liebre- (de espaldas) El día de hoy has estado más creíble.

La tortuga- (de espaldas) Andaaaaa, cállate ya y deja dormir.

*

Quién es el lobo, el lobo, el lobo...

Estaban Leonard, Lytton, Saxon, Clive y otros del grupo de Bloomsbury bebiendo una apacible taza de té en un ambiente repleto de inquietudes, cuando violentamente se abrió la puerta acallando a todos. Al girar sus cabezas vieron a Adelina Virginia Stephen.

Ella avanzó dos pasos y con aire de afirmación airada dijo:

ey! yo soy Virginia Woolf.; no! yo soy Virginia Woolf.; psst! yo soy Virginia Woolf.; La, la, la! yo soy Virginia Woolf.; ermm! yo soy Virginia Woolf.; ui! yo soy Virginia Woolf.; zaz! yo soy Virginia Woolf.; ...! yo soy Virginia Woolf.; kkjjjj! yo soy Virginia Woolf.; hola! yo soy Virginia Woolf.; mira! yo soy Virginia Woolf.; aquí! yo soy Virginia Woolf.; ouch! yo soy Virginia Woolf.; sip! yo soy Virginia Woolf.; ganb! yo soy Virginia Woolf.; tom! yo soy Virginia Woolf.; óyeme! yo soy Virginia Woolf....


...Y era Ella.

*

La comida fue el telón

La comida fue el telón

Los hechos sucedieron como los contaré.

Él plantó su copa en la barra salpicada por gotas de ron barato, café de mediodía y el rastro húmedo que deja la bayeta al pasar sobre la madera barnizada.
En la otra mano sostenía un copa vacía que colocó cuidadosamente al lado de la suya.
Gente que entra que sale, que da cambio, que murmulla, que lanza servilletas sucias al suelo, que esparce migajas de bocatas calientes, bigotes grasientos que se mueven al compás del telediario del bar.

Al acercarse ella a la barra, junto a las dos copas, él la agarró con suavidad por el brazo y le dijo algo al oído. Ella simplemente sonrío. Pero más adentro, más secretamente, se sintió sola en el bar. Sola pero con él. Alineó perfectamente todos los vasos vacíos que tenía cerca, casi sin darse cuenta. Y mientras lo hacía él llenó la otra copa con cerveza bien fría.
Alborozo en 20 metros cuadrados, órdenes suaves, órdenes groseras, hombres sudorosos, mujeres rancias, todos levantando la mano en algún instante y sólo un par de ojos para atenderles.

Nunca bebieron juntos las dos cañas servidas. No en el mismo instante. Cada quien bebía mirando la copa solitaria del otro, comprobando como bajaba la marca en la copa. Respirando al otro en la pausa. Compartir dos cervezas separados, pero enlazados en veinte metros cuadrados.
Mientras espero turno para comer y charlo animadamente, me desvío en busca de algo inusual, en medio del ruido del telediario, de la máquina tragaperras del tesoro escondido, del olor del pincho de tortilla, este bar es no es un bar, sino un teatro de Santa Ana. Él y ella en escena.


En la otra mano tenía la bayeta...
Encantada de lo que había escuchado hacía dos minutos en su oído...
Alineó perfectamente todos los vasos , del otro lado de la barra...
Llenó la otra copa con cerveza, y la otra, y la otra, y la otra...

Cuando él bebía ella servía las mesas o traía la cuenta de una mesa, cuando ella bebía el servía tapas en la barra o cobraba las cuentas de la mesa.
Un susurro que no se oye; “te invito a una cerveza como si estuviésemos solos en este inmenso bar”.

Un susurro que yo oí en primera fila.
Los hechos sucedieron como los he contado.

*

Gary no lo cuenta así

Gary no lo cuenta así

Llegamos un domingo nublado a Buenos Aires.
Cansados, curtidos, tostados, con dones de gentes, con ganas de escurrirnos una y otra vez por las calles sucias de la capital. Ese último guisante en el plato. Un epílogo cultural en nuestras cabezas y en nuestras manos carcomidas. Bajamos hambrientos del autobús y al salir del andén enfilamos hacia la estación de Retiro , muy cerca de la Torre de los Ingleses. Miramos hacia arriba, miramos hacia abajo y nuestros ojos se detuvieron en un puesto de milanesas que exhibía, quizás, las delicias del día anterior. Comimos sentados en la Plaza de San Martín como en una foto en blanco y negro, sin nadie alrededor. Una cosa normal un domingo a las 7 de la mañana. No había nadie. Al terminar, como marionetas movidas por un mismo bastón, subimos a nuestras bicis y nos dejamos caer en pendiente, entre la cuadrícula de la ciudad. Siempre hacía el centro movidos por la gravedad. Despacio. Como si fuéramos agua que corre por el arcén, al lado de la acera. Con la sensación de que no había nadie en la ciudad. Y en realidad, no había nadie. Nadie que pensara en nosotros, a esas horas. Sintiendo el frío y la bruma de Buenos Aires de esa mañana histórica. Pisando colillas viejas de la fiesta del sábado. Mirando, mirando, mirando, resbalando, torcer aquí, allá, sin intención, sin mapa, mirando, mirando, mirando...

Y de repente,... la puerta cerrada de un hostal, que se abre repentinamente. Un pie blanco que asoma. Un hombre delgado que sale a la acera. Con una mochila en la mano. Un sudafricano. Un sudafricano rubio y simpático que nos mira fijamente y entreabre la boca con nosotros. Un sudafricano rubio y simpático llamado Gary, que habíamos conocido en una histórica ocasión. Una sola vez. Una sola vez en un café de Valdivia. Un Gary despedido en Valdivia hacía 21 días y 15 horas en una fecha imposible, en una calle irreversible, detrás de todo lo que hicimos después, detrás de 100 decisiones inconexas, tantas como pueden disponer dos ciclistas distintos. Detrás de veinte trenes, cinco bodegas, viento afilado, asfalto incandescente, conciertos, volcanes, ríos, heridas, Portillo, corales, vino barato, espejos por oro, “jamás le volveremos a ver”, torres de arena, pingüinos, circos, uvas del camino, viento lacerante, cansancio, milanesas, vitrinas, aceras, mochila...

El tiempo suspendido, hasta quedar detenidos los tres en una acera de Buenos Aires. Él con la mano sujetando una mochila y nosotros con las manos entumecidas apretando el freno de las desgastadas bicicletas.

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Desgajando a papá

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Mi padre, la verdad, pocas cosas emocionales me proporcionó en la vida. Las racionales, aquí entre nosotros, se las pensó bastante más antes de decírmelas.

Era muy listo mi padre.
Tanto, que no nos decía las mismas cosas a mi hermana y a mí. Y no era cuestión de género. No. Porque visto de cerca (o de lejos en el tiempo) todos sus afectos racionales podían ser útiles a cualquiera de los dos. Incluso a él mismo.

Hace unas tardes atrás, pedaleando sobre una bicicleta, intenté resumir sus más valiosas enseñanzas en las tres primeras frases que me vinieran a la cabeza.

He aquí lo que surgió:

Nunca te compres un coche más viejo que tú.
Hice pedazos este consejo en 1994, cuando compré mi primer coche con mis primeros ahorros en un acto de autosabotaje. Me costó algo así como 200 euros de los actuales y era un Ford del 69. Cuando yo nací, el primer dueño del Ford había pagado completamente su crédito a 36 meses con intereses al 3,99 T.A.E.

Limpia las gafas siempre en círculos, no en vertical u horizontal.
Hice pedazos mis primeras gafas, limpiándolas en círculos concéntricos. Las desencajé de su marco y no hubo manera de ajustarlas de nuevo. Con el tiempo he desarrollado la técnica: “como buenamente puedas”. Nunca la uso delante de mi padre.

No comas mandarinas mientras leas un libro.
Sobre la bici, descubrí que nunca había quebrantado esta regla. Como soy muy metódico (cosas de la herencia), decidí buscar uno de los libros antiguos más queridos que tengo y comprar un kilo de mandarinas en el super. Hacer una foto. Pasar antes por aquí a contaros esto y sentarme cómodamente a destripar mandarinas.

“Papá, ¿quieres un poco?”

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Millenium Tempo

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Pablo acaba de pasearse por 10 mil vidas, enredarse en 30 filmes de animación, viendo florecer cientos de palabras en ruso, español, francés, shaolín, e islapascuense. Acaba de bajar de un masseratti de dos litros, de des-escalar el monte Fuji, de des-profundizarse del “mar e” nostrum. Acaba de aprender que así lo nombraban los romanos satisfechos. Pablo acaba de terminar de leer las obras no escritas de un viejo que vive en Basilea, de mirar los escalones que le faltan por subir para entender un Haiku. Acaba de bajar por la Av. Corrientes de Buenos Aires hasta llegar a su Obelisco, de recorrer balda a balda la biblioteca de un amigo. De un desconocido.

Acaba de respirar.
Acaba.

Es lo que tienen los días de horas ociosas.
Que le dejan a Pablo con la sensación de caída en vertical.

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Una calle, carteles y bronce

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Carteles en Gran Vía, mil cabecitas blancas, detalles en Mayor, Bandas de bronce y oro.

A través de mis ojos.

Y tú que no estabas.

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