Esos culpables
- No, Tommy, no hay que desesperarse. Alguien, miente en todo este embrollo, y es preciso que lo encontremos.>
- Discrepo de tu teoría, Tuppence. Yo, por el contrario, creo que todos han dicho la verdad.>
- Y, sin embargo, tiene que haber un enigma ¿cuál es?
Allí sobre el puente, mirando el río azorado que corría debajo, Ramona cerró el libro haciendo una pequeña marca en la esquina derecha superior.
Sonrió. Encendió un cigarrillo y de la sonrisa, pasó a la risotada seca.
Un simple JA.
Algo que nunca harían los cientos de personajes que admiraba y que habían nacido de la pluma de Agatha. De tanto leerla todos esos años, podía recrear infinidad de situaciones, misterios, sospechosos, venenos, modus operandis, fallos y desenlaces de la mayoría de sus novelas.
Agatha había empezado tarde en la sufrida tarea de escribir. Y Ramona también había empezado tarde.
La teína en estado natural es muy venenosa; aprendió en uno de esos maravillosos relatos. Toxinas naturales, elixires concentrados y clases de química por fascículos coleccionables. Ramona decidió montarse un pequeño invernadero y Ramón nunca imaginó para qué. Ese Ramón que nunca fue un ingenioso Hércules Poirot, ni un elegante Montgomery Jones, ni un abierto hombre inglés de mundo, ni siquiera un opacado hombre de la campiña, triste en su vida social e interesante en la intimidad. Ramón era Ramón (ramonis vulgaris) y sólo ese pequeño hecho le hacía culpable. Y a Ramona también.
Aunque ella no dejó rastros.
Fue como un homenaje a Agatha, en agradecimiento a tantos y tantos ejemplos de cómo quitar de en medio a quien te separa del destino. De tu destino. Ese del que también escribía Agatha y Ramona leía todas las tardes. La fatalidad y el destino, eso que también estaba en sus novelas. Y Ramona viviendo de páginas en páginas, entre bailes y hoteles de Mónaco; entre jardines laberínticos y ventanas oscuras; entre casas victorianas y chocolatinas envenenadas.
Esas mismas que comió Ramón, y que llegaron por correo.
Esas mismas que nadie descubrió que habían sido enviadas desde esa misma casa.
Esas, Esas, Esa, Ese, Eso.
Y es que esas toxinas puede que estén en el jardín de tu propia casa. Tú eres culpable. Ella, esos, el invernadero, Ramón, Tommy y Tuppence, hasta el ingenioso Hércules.
JA.
Entonces, Ramona lanzó el arma homicida al río.
Y, desgraciadamente, Hércules Poirot iba dentro.
*
- Discrepo de tu teoría, Tuppence. Yo, por el contrario, creo que todos han dicho la verdad.>
- Y, sin embargo, tiene que haber un enigma ¿cuál es?
Allí sobre el puente, mirando el río azorado que corría debajo, Ramona cerró el libro haciendo una pequeña marca en la esquina derecha superior.
Sonrió. Encendió un cigarrillo y de la sonrisa, pasó a la risotada seca.
Un simple JA.
Algo que nunca harían los cientos de personajes que admiraba y que habían nacido de la pluma de Agatha. De tanto leerla todos esos años, podía recrear infinidad de situaciones, misterios, sospechosos, venenos, modus operandis, fallos y desenlaces de la mayoría de sus novelas.
Agatha había empezado tarde en la sufrida tarea de escribir. Y Ramona también había empezado tarde.
La teína en estado natural es muy venenosa; aprendió en uno de esos maravillosos relatos. Toxinas naturales, elixires concentrados y clases de química por fascículos coleccionables. Ramona decidió montarse un pequeño invernadero y Ramón nunca imaginó para qué. Ese Ramón que nunca fue un ingenioso Hércules Poirot, ni un elegante Montgomery Jones, ni un abierto hombre inglés de mundo, ni siquiera un opacado hombre de la campiña, triste en su vida social e interesante en la intimidad. Ramón era Ramón (ramonis vulgaris) y sólo ese pequeño hecho le hacía culpable. Y a Ramona también.
Aunque ella no dejó rastros.
Fue como un homenaje a Agatha, en agradecimiento a tantos y tantos ejemplos de cómo quitar de en medio a quien te separa del destino. De tu destino. Ese del que también escribía Agatha y Ramona leía todas las tardes. La fatalidad y el destino, eso que también estaba en sus novelas. Y Ramona viviendo de páginas en páginas, entre bailes y hoteles de Mónaco; entre jardines laberínticos y ventanas oscuras; entre casas victorianas y chocolatinas envenenadas.
Esas mismas que comió Ramón, y que llegaron por correo.
Esas mismas que nadie descubrió que habían sido enviadas desde esa misma casa.
Esas, Esas, Esa, Ese, Eso.
Y es que esas toxinas puede que estén en el jardín de tu propia casa. Tú eres culpable. Ella, esos, el invernadero, Ramón, Tommy y Tuppence, hasta el ingenioso Hércules.
JA.
Entonces, Ramona lanzó el arma homicida al río.
Y, desgraciadamente, Hércules Poirot iba dentro.
*
10 comentarios
Nepomuk -
Pero ¿cómo se hace eso de las chocolatinas envenenadas en Eppaña?
Es que yo creo que el dixán espolvoreado cantaría un poco...y no digamos morder y descubrir que están rellenas de mistol...uyuyuyuy...
Vale, está bien. Si era por fastidiar.
Ella y su orgía -
nadie -
...
Simetrías, círculos, espejos y laberintos... wellcome to the Spica world!!
ivan -
muy guapo el texto. algun dia te pedire que me des unas clases.
guisante -
maravilloso!!
un puzzle joder un puzzle!!
ves lo que te decía?
Nuala -
Nunca podrán probar nada. JA!.
(Y que lo digas, bac.)
bacterio -
Saludos remotos
carlos -
*
fujurdragonblanco -
fujurdragonblanco -