La hendidura del centro
Entro al museo.
Recorro todas sus plantas como cada domingo, miro por los ascensores acristalados, imagino que es de nuevo un convento, un hospital, una cárcel. Bajo a tomar un café en su bar cuasi-subterráneo y ya estoy más despierto.
Subo despacio hacia la nueva exposición de arte contemporáneo. La verdad es que todo la temática es arte contemporáneo, no sé por qué redundo.
Como no llevo prisas, antes me paso por los cuadros de Miró a escuchar los comentarios de incomprensión y atolondramiento. Yo también los hago en voz baja. Me sonrío con las dos chicas que no acaban de creerse que las mujeres son estrellas o los planetas son puntos o al revés. Salgo de la sala y entro en la siguiente.
La exposición itinerante. Artistas invitados. Doy una primera vuelta. Me dejaré lo más raro para el final.
Otra vuelta alejándome cinco metros de todo mientras pienso: "Pero si a mi no me gustaban los museos". Me acerco a dos centímetros para leer el título en una mini-placa que parece una etiqueta de bufanda. Las piernas se me cansan según se me llenan los ojos.
Allá voy: el plato fuerte. El artista me presenta un rectángulo de madera de 5 metros a alto por 15 de largo. Tiene las dimensiones de un edificio acostado. Un pedazo de mesa gigante cuya madera está pulida y barnizada, pero con cientos de hendiduras profundas y largas en cada metro de superficie. Un millón de cicatrices. En el medio se deja ver claramente una hendidura más profunda, más larga, más ancha y más desgarradora.
El maldito "tatami" no me dice nada.
Lo veo, lo miro, lo alejo, lo acerco, me pregunto qué instrumento habrá utilizado para hacer las muescas en ese entarimado. ¿un hacha?, ¿un péndulo escalpelo gigante?.
Que desperdicio de espacio, de madera y de muescas. Me olvido de las sensaciones y me transformo en coherente, en científico, en detective del arte, de lo absurdo. Otra vez Miró.
No me convence.
Así me llega la hora de abandonar el recinto.
Que despiste!, ¿el título de la obra?; el nombre en la etiqueta, no lo he visto. Me acerco con desgana.
Lo leo.
Allí tan diminuto. Tan preciso.
Salgo del museo y el resto del día pienso el bendito rectángulo surcado que me cuenta tantas historias como heridas tiene.
Aquel que suplicó, aquel que no cedió, aquel que se arrastró, aquel que pensó en la inutilidad de aquello, aquel que nunca amo, aquel que reinó, aquel que anduvo entre todos y se marchó. Y todos los demás murieron. O no. El del medio como dije antes el más atroz. El jaque final.
¿el título de la obra?
La batalla.
Eso decía la etiqueta.
Recorro todas sus plantas como cada domingo, miro por los ascensores acristalados, imagino que es de nuevo un convento, un hospital, una cárcel. Bajo a tomar un café en su bar cuasi-subterráneo y ya estoy más despierto.
Subo despacio hacia la nueva exposición de arte contemporáneo. La verdad es que todo la temática es arte contemporáneo, no sé por qué redundo.
Como no llevo prisas, antes me paso por los cuadros de Miró a escuchar los comentarios de incomprensión y atolondramiento. Yo también los hago en voz baja. Me sonrío con las dos chicas que no acaban de creerse que las mujeres son estrellas o los planetas son puntos o al revés. Salgo de la sala y entro en la siguiente.
La exposición itinerante. Artistas invitados. Doy una primera vuelta. Me dejaré lo más raro para el final.
Otra vuelta alejándome cinco metros de todo mientras pienso: "Pero si a mi no me gustaban los museos". Me acerco a dos centímetros para leer el título en una mini-placa que parece una etiqueta de bufanda. Las piernas se me cansan según se me llenan los ojos.
Allá voy: el plato fuerte. El artista me presenta un rectángulo de madera de 5 metros a alto por 15 de largo. Tiene las dimensiones de un edificio acostado. Un pedazo de mesa gigante cuya madera está pulida y barnizada, pero con cientos de hendiduras profundas y largas en cada metro de superficie. Un millón de cicatrices. En el medio se deja ver claramente una hendidura más profunda, más larga, más ancha y más desgarradora.
El maldito "tatami" no me dice nada.
Lo veo, lo miro, lo alejo, lo acerco, me pregunto qué instrumento habrá utilizado para hacer las muescas en ese entarimado. ¿un hacha?, ¿un péndulo escalpelo gigante?.
Que desperdicio de espacio, de madera y de muescas. Me olvido de las sensaciones y me transformo en coherente, en científico, en detective del arte, de lo absurdo. Otra vez Miró.
No me convence.
Así me llega la hora de abandonar el recinto.
Que despiste!, ¿el título de la obra?; el nombre en la etiqueta, no lo he visto. Me acerco con desgana.
Lo leo.
Allí tan diminuto. Tan preciso.
Salgo del museo y el resto del día pienso el bendito rectángulo surcado que me cuenta tantas historias como heridas tiene.
Aquel que suplicó, aquel que no cedió, aquel que se arrastró, aquel que pensó en la inutilidad de aquello, aquel que nunca amo, aquel que reinó, aquel que anduvo entre todos y se marchó. Y todos los demás murieron. O no. El del medio como dije antes el más atroz. El jaque final.
¿el título de la obra?
La batalla.
Eso decía la etiqueta.
11 comentarios
miss guisante -
miss guisante -
Tengo una interpretación del tatami, pero no os asustéis:
la hendidura pequeña está hecha con un hacha de hobbit, la otra más sutil y profunda por un elfo, la más fuerte y viril por los montaraces (vease aragorn) y la más profunda..... por el señor oscuro, sauron!!!
...eso de que pasen tantas veces las pelis en el plus me sienta mal....
arte, arte!!!
Mai -
fujurdragonblanco -
Nepomuk -
de acuerdo contigo. La línea que separa el surrealismo artístico de la tomadura de pelo, es trocito de hilo dental.
evam -
Patricia -
O quizá porque no sé mirar con las gafas adecuadas
Nuala -
ivan -
(v) i r e t a -
Nuala -