Salamina y sus 12 puntos
Amanecía, y el nuevo sol pintaba de oro las canas plateadas de Salamina.
Salamina volvió a colocar el libro en el estante y con una sonrisa en la cara cogió las llaves del coche y bajó de dos en dos la escalera del edificio. Descender desde la planta 12 hasta el garaje no tendría mayor trascendencia, si no fuera porque Salamina tiene 83 años. Revitalizada entró a su coche, metió la llave con energía, puso marcha atrás y salió despedida como una bengala rumbo al apacible transitar de otros cientos de coches en la autopista.
Y allí iba Salamina echa un bólido, rebasando por la izquierda, por la derecha, tocando el claxon y dando voces ella sola dentro del coche. Con las agujas de los relojes siempre sobre las marcas rojas. A tope. Tanto que si en vez de neumáticos hubiese llevado rodajas afiladas de cortar pizza, la autopista se hubiese abierto en cuatro tiras, dejando florecer champiñones y anchoas después de su desaforada carrera.
El resto de coches, sólo divisaban a Salamina en sus espejos retrovisores el tiempo suficiente para apartarse y dar paso a la saeta de canas plateadas en la que se había convertido Salamina. Muchos de ellos no olvidarían su sonrisa de suficiencia y sus ojos ávidos de más velocidad. Una demente para recordar en la ronda de reconocimiento en la estación de policía.
Y si piensas que asimilar el desorden y ruido que dejaba Salamina tras de sí es casi imposible, entonces más fácil es entrar en su cabeza y comprender lo que aguijoneaba su mente: más rápido, más rápido, más rápido. Frenar únicamente para girar. Frenar. Justo entonces entornó los ojos en feroz concentración, contuvo el aliento, forzó aquella torsión y dio un volantazo sobrehumano...
En la mente de Salamina sólo zumbaba un pensamiento: la velocidad era poder, y la velocidad era gozo, y la velocidad era pura belleza.
Regresando en el tiempo, Salamina no piensa, deshace un volantazo, se desconcentra, suelta el pedal del freno, desacelera, se suelta del volante, rebobina el ruido del claxon, da paso a cientos de coches, entra de espaldas a su garaje, mete primera, saca la llave, sube de espaldas por las escaleras de dos en dos hasta la planta 12, dejas las llaves del coche, enseria su cara de felicidad momentánea y saca de un estante el libro que ha estado leyendo desde anoche... su querido y perfeccionista Juan Salvador Gaviota.
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Eride -